El presente documento consiste en una revisión crítica del estado del arte sobre la migración de retorno de población de origen mexicano, en la intersección con la categoría generacional, en el periodo comprendido entre 2006-2024. Infantes y jóvenes1, que han pasado una parte considerable de su proceso de socialización en Estados Unidos (EE. UU.) y regresan a México de manera individual o como parte del retorno del hogar. Los estudios que se exponen a continuación no adoptan necesariamente un enfoque de análisis generacional, sino que se decidió incluir a niños, niñas y jóvenes (NNJ) como una población que ha sido estudiada para exponer las especificidades del proceso migratorio de retorno de grupos generacionales que enfrentan diferentes desafíos.
El retorno no tiene que ser una cuestión natural y deseable del proceso migratorio, en el sentido de que regresar al país de nacimiento implique volver a casa (Ruben et al., 2009), o el final del ciclo migratorio (Gandini et al., 2015; Rivera, 2011; 2015). Es un proceso complejo, pues se abandonan formas y modos de vida, un hogar, una familia, relaciones y dinámicas sociales, además de símbolos culturales e identitarios; elementos que tendrán que resignificarse en una nueva sociedad, que puede no estar preparada administrativamente, ni sensibilizada hacia quienes lo experimentan de primera mano. En este sentido, a pesar de experimentarse de manera individual, el retorno conlleva un proceso de transformación social, debido a que comprende la atención en los mecanismos de reinserción social (Rivera, 2011, p. 313).
La generación como categoría de análisis ha sido un elemento muy poco frecuente en la literatura especializada en la migración mexicana de retorno. Comenzó a incorporarse a partir de la identificación del flujo de NNJ que antes no se consideraba relevante, quienes, luego de vivir o nacer en EE. UU., se internaban por tiempos indefinidos a las dinámicas sociales, culturales y económicas mexicanas a partir de procesos voluntarios o involuntarios de retorno. Aunque esporádicamente se incluyera a este grupo en estudios y estimaciones, el análisis central no se realizaba siguiendo un enfoque generacional, sino en algún otro aspecto que los involucraba de manera indirecta. En este sentido, una perspectiva generacional de retorno no se logra automáticamente al incorporar y sumar a la ecuación a un grupo en función de su edad biológica y lugar de nacimiento, sino que resulta de observar y comparar los cambios en las distintas tendencias sobre relaciones, conceptualizaciones y significados que otorgan los individuos al respecto de sus experiencias en el marco de estructuras mayores que influencian, posibilitan y constriñen sus opciones como sujetos migrantes, tales como identidades, redes de parentesco, relaciones comunitarias, políticas públicas o las condiciones de los mercados laborales en los que se insertan (Mummert, 1999).
En este sentido, persiste una perspectiva economicista, androcéntrica y adultocéntrica dominante en el estudio de la migración mexicana, considerada como productiva, reproductiva y estrechamente relacionada con los mercados laborales, así como los impactos económicos y demográficos regionales (Sandoval & Zúñiga, 2016). La población NNJ no ha sido entendida bajo una lógica de sujetos “de empoderamiento social en el actual fenómeno migratorio” (Ruiz & Valdéz, 2015, p. 65); sino que se ha considerado de forma transversal, ocasional, como una variable y de manera accesoria a la movilidad de los padres o tutores, con base en estereotipos y necesidades atribuidas por los adultos (Ferran, 1992). Es decir, las que expresan en su nombre sus padres y/o profesores, que pueden oscurecer formas de agencia dentro de las dinámicas del hogar y de la escuela (Gaitán, 2006). Adultocéntrica, en el sentido de no analizar a la infancia más allá de la socialización desde la familia o la escuela hacia las normas sociales establecidas por los adultos, sino como elemento instrumental del orden del sistema o del funcionamiento de las instituciones sociales (Gaitán, 2006, p. 10). Sin embargo, estudios como los de Espinosa (1998), Mummert (1999), entre otros, dan cuenta de que la familia no es una unidad económica y reproductiva homogénea, sino una organización social que gestiona lo subjetivo y la identidad cultural a partir de negociaciones entre relaciones de poder jerárquicas y asimétricas entre los individuos que la conforman, con base en la edad y el género, donde se accede de manera diferenciada a recursos afectivos, emocionales, materiales y estratégicos para la reproducción social y material.
A continuación, se empieza exponiendo la coyuntura que propició el auge del interés académico por estudiar el retorno de los mexicanos de manera general y de NNJ en particular. Posteriormente se presentan categorías asociadas a la perspectiva generacional, utilizadas para aludir a matices y cambios de experiencias, significados y percepciones sociales, tales como la generación 0.5, primera, 1.5 y segunda. La siguiente sección se enfoca en las experiencias de vida en EE. UU. que marcan el contexto en que se realiza el retorno. Después, se analizan dimensiones específicas del acceso y ejercicio de derechos en la integración a las dinámicas sociales mexicanas, tomando como ejemplo: identidad, salud y educación. Para finalizar, se exponen algunas reflexiones.
El estudio del retorno de población mexicana desde EE. UU. empezó a partir de los efectos de la crisis económica de 2008, que afectó particularmente los nichos de inserción laboral de los migrantes mexicanos en EE. UU., tales como la construcción; elemento que se combinó con factores como el endurecimiento de las políticas migratorias estadounidenses y el enrarecimiento del clima social y político antiinmigrante (Canales & Meza, 2016). En este contexto surgieron reflexiones en torno a la voluntariedad del retorno a pesar de no realizarse en condiciones extremas, tales como la deportación, como el llamado de Hernández & Zúñiga (2016) a abandonar lecturas dicotómicas que permitan entender la complejidad de las motivaciones para retornar.
Un hallazgo importante fue el de Rivera (2011): el flujo de retorno contemporáneo es heterogéneo. Por un lado, se alejaba del perfil tradicional de hombres en edad de jubilación; ahora se observaban infantes, jóvenes, mujeres o familias. Por otro lado, había diversidad en términos de experiencia de residencia en EE. UU. Es decir, migrantes recientes con menos de cinco años viviendo en dicho país y otros de larga data, con por lo menos diez años de residencia. Los periodos más prolongados de estancia se asocian a una mayor probabilidad de procreación de hijos y formación de familias (Masferrer et al., 2013), lo que implicaría una mayor integración a la sociedad estadounidense, sobre todo por parte de los que salieron de México en edades muy tempranas (Terán et al., 2015) y mayores retos para la integración en México.
En este escenario, se empezó a poner atención a la manera en que la experiencia migratoria afectaba procesos sociales como la escuela, la interacción con otras personas o el trabajo. El caso de los más jóvenes resultaba particularmente complejo, debido a que habrían experimentado una mayor integración en la sociedad estadounidense: se comunicaban en inglés, tenían amigos, familia, dinámicas que les gustaban de EE. UU. y no les preguntaron sobre si querían o no vivir en México. Cuando llegaron, muchos realmente no conocían el país, fueron objeto de burlas por su forma de hablar o escribir, sus gustos o su apariencia (Valdéz, 2012; Zúñiga & Hamann, 2008).
Sandoval y Zúñiga (2016), en una revisión sobre la producción académica del retorno entre los años 2005-2015, evidencian este vacío de conocimiento sobre las particularidades del retorno tanto de las mujeres como de NNJ; pues en buena parte de las investigaciones “persiste la lógica del costo/beneficio y se atiende a privilegiar la observación de las dinámicas del mercado laboral” (p. 330). La movilidad de NNJ presenta características, condiciones, problemáticas y necesidades específicas que no son equivalentes, ni se pueden entender automáticamente a partir de las experimentadas por sus padres o tutores (Román et al., 2016).
Antes del auge del retorno como tema de interés académico, ya había investigaciones que estudiaban dinámicas y procesos de (re)inserción de NNJ que retornaban con su hogar o familia desde EE. UU., a partir de la escuela como espacio primordial de interacción y “vinculación entre su contexto social, cultural y personal para el desarrollo de su identidad” (Ruiz & Valdéz, 2015, p. 64), así como vehículo para la relación (quizá por primera vez) con el Estado mexicano y el imaginario institucional de la mexicanidad. Tal fue el caso de pioneros como Zúñiga y Hamann (2006) y Zúñiga et al. (2008), quienes documentaron las trayectorias escolares trasnacionales entre México y EE. UU. de estudiantes mexicanos, interesados por sus experiencias de socialización en dos o más sistemas escolares rivales en términos identitarios; exponiendo la ceguera y falta de preparación del sistema escolar mexicano para hacer frente a las necesidades específicas de este colectivo. Evidencias que unos años después robustecerían investigaciones en entidades como Sinaloa, Sonora, Baja California Sur y Sonora.
El estudio de categorías generacionales en los procesos migratorios ha sido complejo de abordar en términos generales. Los primeros análisis que lo incorporaron fueron en los contextos de destino. Portes y Zhou (1993) y Portes y Rumbaut (2001) se cuestionaban sobre las posibilidades y condicionantes de asimilación de las minorías étnicas inmigrantes al modo de vida dominante de la clase media blanca estadounidense, suponiendo distintos modos y experiencias de incorporación entre padres nacidos en el extranjero e hijos nacidos en territorio estadounidense. Estas reflexiones propiciaron tipologías de vulnerabilidad y recursos que pueden dificultar la integración; refutando el supuesto de que el proceso es gradual y homogéneo en todos los casos, sino que está atravesado por elementos de discriminación racial, segmentación de los mercados laborales y los contextos de empobrecimiento (Portes et al., 2006). Bajo esta lógica se trazaron líneas para separar analíticamente cohortes generacionales en función de la edad y etapa de vida al migrar y/o del lugar de nacimiento de los padres para los nacidos en EE. UU.; pero “...no únicamente como una medida de la duración de la exposición al modo de vida americano, sino también como un indicador de etapas de vida cualitativamente distintas y de contextos de desarrollo social en el tiempo de la migración” (Rumbaut, 2004, p. 1163; traducción propia).
Desde este entendimiento, la categoría de primera generación hace referencia a personas que migran siendo adultas, socializadas en otro país. Para Rumbaut (2004), este corte es problemático porque “técnicamente incluye a los nacidos en el extranjero, independientemente de su edad de llegada” (p. 1165; traducción propia). La segunda generación comprende el grupo de NNJ, con padre o madre mexicana, nacidos en EE. UU., con derecho a la doble nacionalidad: la mexicana por el vínculo sanguíneo de sus padres y la estadounidense por haber nacido en dicho territorio; quienes habrían pasado el proceso completo de socialización en EE. UU. Rumbaut (2004) encuentra que en esta categoría se incluye a personas nacidas en el extranjero, pero que migraron siendo niñas, así como aquellas nacidas en EE. UU. con padre o madre estadounidense y con otro extranjero.
Entonces, como explica Danico, el objetivo de esta segmentación no es meramente demográfico, sino que intenta recuperar elementos de experiencia lingüística y grados de socialización bicultural (Rojas, 2013). No obstante, para Rumbaut (1997; 2004), esta división no permite capturar la experiencia de NNJ según sus distintas edades y etapas de vida al momento de migrar, por lo que propone un espectro entre la dicotomía generacional, tomando como punto de partida la experiencia escolar como elemento fundamental de socialización (Rumbaut, 2004, p. 1167). De tal manera, algunas investigaciones hacen referencia particularmente a la generación 1.52, de entre 6-12 años, quienes migraron en edades preadolescentes, que aprendieron a leer y escribir en la lengua materna en escuelas en su país de nacimiento, pero su educación ocurrió casi completamente en EE. UU. Algunos de esta generación son los que lograron o no la adscripción al Deferred Action for Childhood Arrivals (daca, por sus siglas en inglés)3.
Como mencionan Zúñiga y Giorguli (2020), la intención de estas clasificaciones es comunicar que la edad es un elemento muy importante para comprender las problemáticas asociadas a la movilidad de las personas y los procesos de integración en los nuevos contextos. Para estos autores, el inconveniente de utilizar acríticamente estas mismas categorizaciones para el retorno a México es que están pensadas desde la perspectiva estadounidense y con intereses domésticos (aprendizaje del inglés, éxito escolar, identificación, lealtades, tipos de empleos y movilidad social). Tampoco están a favor de utilizar la categoría de retorno, debido a que encuentran que el término diluye su singular experiencia, por lo que proponen la categoría de “generación 0.5”. Aludiendo al “cero”, pretenden sortear la dicotomía inmigrante/ emigrante, mientras que el “punto cinco” comunica un “estado embrionario, algo que está en gestación y todavía no conocemos” (p. 52). De esta manera recuperan la experiencia de NNJ desde el punto de vista mexicano; tanto los pertenecientes a la segunda generación como a la 1.5, son “0.5: migrantes internacionales que viven y se educan en México y son, a la vez, mexicanos criados en EE. UU. y, algunos, estadounidenses educados en México” (p. 53).
A pesar de que no hay un consenso en los detalles de las categorías, existe cierto acuerdo en algunas variables importantes en el análisis: el país de nacimiento, la edad de llegada y el nivel de exposición temporal a los procesos de socialización a partir de la escuela en EE. UU. Zúñiga (2012) y Zúñiga y Giourguli (2020) han reflexionado ampliamente sobre las categorizaciones generacionales del retorno en México desde tres grandes ejes: según el país de nacimiento y acceso a ambas nacionalidades; los grados de exposición a los procesos de socialización en EE. UU. a partir de la escuela (sobre todo por la lengua dominante); y la dislocación espacial a partir de cambios frecuentes de residencia entre ambos países. Caracterización que resalta la heterogeneidad de experiencias de este grupo de personas en edad escolar.
Reflexionar sobre la subdivisión del conjunto de NNJ puede ayudar a identificar condiciones particulares para cada cohorte generacional en el retorno. Por ejemplo, a los que pertenecen a la segunda generación, debido a que nunca han residido formalmente en México, difícilmente los podemos catalogar como “retornados” sin cuestionar el concepto mismo de retorno, aunque puedan reconocer cierta familiaridad gracias al idioma y a un gran número de costumbres que han aprendido desde su nacimiento (Zúñiga, 2012, p. 92). Por otro lado, aunque los migrantes de la generación 1.5 hayan nacido en México, muchas veces migraron a EE. UU. a edades muy tempranas, con lo que se integran a un país que prácticamente desconocen y experimentan una inserción más que una reinserción social (Rivera, 2015). Como bien reflexiona Erikson, delimitar las fronteras conceptuales es un problema metodológico para el investigador, pero para las y los NNJ es una cuestión central psicosocial, pues cuando la migración internacional ocurre en la etapa de adolescencia, que se caracteriza por ser un periodo significativo de autoidentificación étnica, resulta mucha más compleja la “crisis identitaria” y su resolución que en contextos no migrantes (Rumbaut, 2004, p. 1163).
Gran parte de la literatura revisada enfocada al retorno de la población NNJ se ha abocado a analizar las condiciones y retos que representa (re) integrarse al contexto mexicano en términos de las dinámicas sociales que se suponen propias de la edad: escuela, socialización, dinámicas familiares o de los hogares, transiciones a la adultez y ámbito laboral. Sin embargo, para estar en condiciones de estudiar estos procesos, necesitamos partir de una reflexión sobre experiencias derivadas de la emigración y el proceso de asentamiento en EE. UU., que puede añadir dificultades en la posterior (re)integración a los contextos mexicanos, como lo han reflexionado Cassarino (2004) y Rivera (2011). Desde este punto de vista sistémico es que la migración se interpreta como el encuentro de circuitos espaciales multidireccionales y no definitivos (Rivera, 2011).
El grupo de NNJ dista de ser homogéneo. Sin embargo, una de las características más importantes asociadas a la generación 1.5 refiere a la fragmentación y conflictividad de los procesos de socialización. Interrumpidos durante la infancia en México para ser retomados en EE. UU. Durante la adolescencia, la socialización sería conflictiva en caso de no contar con los documentos migratorios necesarios para acceder a los primeros empleos fuera de los ofrecidos a los inmigrantes o terminar la escuela (Ortiz, 2019). Por lo tanto, aprendiendo a vivir en la “ilegalidad” (Gonzales, 2011), “situación que afecta su subjetividad, su identidad y su comprensión del mundo” (Ortiz, 2018, p.31); y cargando con la sombra del estigma social asociado al sujeto indocumentado en un clima político y social antiinmigrante, validado desde prácticas y discursos políticos en las más altas esferas gubernamentales.
En este sentido, uno de los supuestos que subyacen en los estudios del retorno de la generación 1.5 es que carecen de documentos de legal estancia en EE. UU. En cambio, son distintas las condiciones contextuales que experimenta la segunda generación, quienes por haber nacido en EE. UU. sí cuentan con la nacionalidad, pero retornan debido a que alguno de los miembros del hogar no cuenta con documentos migratorios. De esta manera, los adultos toman la decisión del retorno al hogar, muchas veces sin consultar a las y los NNJ, para evitar la fragmentación familiar ante la posibilidad real o imaginada de deportación de alguno de los miembros (Román et al., 2016). Sin embargo, también hay casos en donde las familias sufren procesos de recomposición, tomando jefatura femenina (Woo en Woo & Meza, 2022) o como familias nucleares separadas (Woo & Meza, 2022). Las investigaciones de Zúñiga y sus colegas (ver Zúñiga & Giorguli, 2020) dan cuenta de que la población NNJ con experiencias de movilidad internacional de retorno muestra mayor propensión que los no migrantes a vivir separados de sus progenitores, sobre todo de la figura paterna, lo que hace que la separación familiar durante la infancia o adolescencia sea “parte constitutiva de la experiencia migrante internacional” (p. 25), añadiendo complejidades a los procesos de integración a los contextos mexicanos.
Desde la subjetividad de las motivaciones del retorno, Da Cruz (2019) describe dos niveles “voluntarios” (es decir, no por medio de una deportación): estructural y coyuntural. El primero, derivado de la incapacidad de llevar una vida siguiendo las aspiraciones de la población estadounidense nativa (enfrentándose a los techos de cristal a los que alude Rojas, 2013), que se reitera mediante experiencias negativas de incorporación a la escuela y el trabajo a lo largo de la toma de conciencia sobre las implicaciones de no contar con documentos de legal estancia (Gonzales, 2011). En tanto que la razón coyuntural refiere a emergencias familiares. Un hallazgo de Da Cruz (2019) fue que el cúmulo de malas experiencias estructurales nunca constituyó motivo suficiente para concretar el retorno, sino que fue un elemento coyuntural que desencadenó la decisión. Es decir, motivos personales que involucraban lazos familiares y/o afectivos en situación de emergencia: algún ser querido con problemas de salud o con la justicia, deportado o que se regresó. En este sentido, se puede argumentar que, en muchos de los casos, el retorno no fue planificado (escenario ideal para la integración planteado por Cassarino, 2004), sino a raíz de eventos inesperados, situación que añade otra capa de complejidad en aras de la (re)integración en México (ver Da Cruz, 2019; Hualde & Ibarra, 2019).
En el caso particular de personas con experiencia de deportación, se añaden dificultades derivadas de “el estigma y la discriminación en espacios públicos, las adicciones a las drogas y al alcohol; el acoso y la corrupción policiaca; la falta de documentos de identidad y de constancias de su experiencia laboral” ( Pérez & París, 2019, pág. 322). Han experimentado procesos de (re)inserción social confusos, frustrantes, problemáticos y traumáticos (por decir lo menos) en EE. UU. y en México. Su entrada a identidades estigmatizadas en ambos países tiene consecuencias negativas e imprevistas en sus trayectorias educativas y ocupacionales, así como en la construcción de lazos sociales y amistosos, corriendo el riesgo de estar privados de derechos civiles y “congelados” dentro de una clase social baja (Gonzales, 2011). Bajo las condiciones descritas, el “retorno” puede ser idealizado como una posibilidad de movilidad social ascendente, frente a los obstáculos experimentados en EE. UU. por la carencia de documentos para acceder a mejores empleos y/o estudios superiores.
Es decir, el retorno puede concebirse como una estrategia para trascender de la “ilegalidad” a la “legalidad” y a partir de ahí tener acceso a educación superior (Hirai & Sandoval, 2016, p. 290) y/o empleos u ocupaciones profesionistas que permitan la movilidad social, o incluso regresar algún día como ciudadanos legales a EE. UU. (Cortez & Hamann, 2014). Sin embargo, “generalmente (esta visión positiva) se deconstruye al enfrentarse con la realidad” (Da Cruz, 2019, p. 161) económico-laboral, la falta de oportunidades, la discriminación, acoso y rechazo escolar (López, 2017; Loya, 2017), exclusión y la violencia en México, pues aunque hayan nacido en el país, muchas veces no conocen los códigos culturales, ni cuentan con redes sociales directas que acompañen el proceso de (re)inserción; es decir, no han tenido la experiencia de vivir en el país de manera cotidiana y en primera persona. El simple hecho de contar con documentos que amparen la nacionalidad mexicana no garantiza su ejercicio, ni su acceso a los derechos que supone, o su carácter procesual (la construcción de sujetos políticos en ciudadanos), mucho menos otorga automáticamente inclusión social; por lo que el camino puede resultar ser un proceso largo y confuso, donde vuelven a aparecer mecanismos de exclusión de instituciones económicas, sociales y gubernamentales (Ortiz, 2018, p. 45), que provoca un sentimiento de doble expulsión. En este sentido, el retorno no es solo una cuestión personal (mis expectativas, la preparación para el viaje, mis capacidades), sino sobre todo social y contextual, que se verá afectada por factores situacionales y estructurales (Cassarino, 2004, p. 257).
Podríamos pensar que los jóvenes de la generación 1.5, habiendo residido previamente en México y contando con los documentos de nacionalidad mexicana, tendrían procesos de (re)inserción relativamente más fáciles, pero nos encontramos con que enfrentan otro tipo de problemáticas que obstruyen su pleno ejercicio de derechos (Ortiz, 2019, pp. 267-268), empezando por la identidad, la educación o la salud; además, una carrera más fragmentada en los procesos de socialización puede repercutir en dificultades de (re)adaptación en México.
Habrá que considerar que, como indica Vila-Freyer (2021), el proceso de socialización en EE. UU. promueve la idea de que se encuentran en el mejor país del mundo, con oportunidades para quien está dispuesto a trabajar, que existe un Estado de derecho e instituciones legítimas que vigilan el bienestar de las personas y que se vinculan activamente con el mercado; en este contexto, la identificación con México en dicho país resulta ser un mecanismo de defensa frente a la discriminación. Al retornar, entra en contradicción su sentido de pertenencia estadounidense porque contrastan los elementos identitarios de mexicanidad imaginada e idealizada cuando residían en el país del norte: “conjugan el sentimiento de ser <<mexicanos de EE. UU.>> al tiempo de aprender a ser <<mexicanos de México>>” (Vila-Freyer, 2021, p. 18), debido a que no cumplen con las expectativas de mexicanidad, que implica utilizar el español en todos los contextos (Despgne, 2019; Mora-Pablo, 2020). “Ello los lleva a vivir un proceso de adaptación por etapas en el que recomponen esta pertenencia nacional, pasando por un desajuste emocional, lingüístico, cultural y económico, entre otros” (Vila-Freyer, 2021, p. 15). Por otro lado, aquellas personas que estuvieron en situaciones de clandestinidad experimentan una sensación de libertad desconocida, al vivir sin el tipo de miedo acostumbrado por la situación de indocumentación, al miedo a la seguridad personal de la vida en México (Vila-Freyer, 2021).
A pesar de que legalmente cuentan con el derecho al reconocimiento de la nacionalidad mexicana, a muchas de las personas retornadas se les dificulta acceder a un documento identitario; así lo han documentado distintas investigaciones (por ejemplo, Mateos, 2017; Vilches et al., 2022). La identidad es un derecho fundamental que representa la puerta de entrada a otros derechos y programas sociales (Galván, 2017; López, 2017; Ruiz & Valdéz, 2017), pero “demostrar el país en el que uno ha nacido” (Mateos, 2017, p. 67) se puede volver un infierno burocrático-administrativo “si no se preserva la cadena de documentación adecuada” (Mateos, 2017, p. 67). Como lo evidencian Vilches et al. (2022) al analizar el acceso a este derecho básico a partir de los resultados del programa nacional “Soy México”, en Jalisco. Lo que en el papel parecía una excelente estrategia, en la cotidianidad resultó que lo desconocía tanto el personal municipal como las personas retornadas, además de inoperante, porque la Dirección General del Registro Civil (DGRC) no tenía indicaciones al respecto, evidenciando la desarticulación del ámbito federal con el municipal. Esto tiene como resultado “distintas formas de vulnerabilidad y marginación” (Hirai & Sandoval, 2016, p. 298) en los procesos de (re)inserción social.
La salud es un derecho constitucional, básico y universal en México; sin embargo, no está completamente garantizado para la población de retorno. La investigación de Bautista y Terán (2022) aporta elementos que ayudan a dimensionar la brecha interseccional entre NNJ de retorno frente a sus pares no migrantes. Entre sus hallazgos, el 80.6% de NNJ de retorno estaban afiliados a servicios sanitarios públicos, incluyendo al extinto Seguro Popular “que atendió a 35.7% de la población mientras estuvo en operación” (p. 408), que constituyó un mecanismo efectivo de afiliación, sin que este hecho garantizara la dimensión cualitativa del servicio. Documentan que NNJ migrantes muestran una desventaja sistémica en términos de acceso a la salud respecto a sus pares no migrantes: una de cada dos NNJ nacidas en EE. UU. de 0 a 17 años carece de afiliación institucional a la salud. Esta desventaja, además de reproducirse en instituciones de salud privadas, es sensible al sexo: “Las niñas muestran mayores porcentajes de afiliación a instituciones de derechohabiencia” (p. 416). Sin embargo, observan que la brecha se aminora dentro del grupo de 7-12 años, lo que interpretan a partir del ingreso a la educación básica, por lo que la escuela podría estar fungiendo como un canal efectivo de afiliación a los programas y servicios de salud en dicha población. En 2020 las brechas entre población migrante y no migrante habrían disminuido, pero todavía estarían por encima del promedio nacional en las regiones norteñas (donde se ha documentado que hay una mayor concentración de población NNJ de retorno: Jacobo, 2017; Jacobo & Espinosa, 2017; Masferrer et al., 2019; Zúñiga & Giorguli, 2020), a diferencia de la región sur.
Al respecto de disminuir los riesgos y vulnerabilidades de estas personas a partir del contexto descrito de encontrarse en una especie de limbo en términos de desprotección social, Tse (2020) resalta el hecho de que el Gobierno mexicano generara interesantes programas de protección social transnacional para su población que reside en EE. UU. desde el gobierno de Salinas (en el contexto de la Ley de Reforma y Control de Inmigración -IRCA, por sus siglas en inglés-); tales como las ventanillas de salud, campañas de vacunación y otro tipo de servicios médicos (o los servicios de salud mental virtual que ofrece a sus ciudadanos en Irlanda, Reino Unido y Alemania), y que por el contrario existan tan pocas políticas para aquellos que retornan, sobre todo en lo que refiere a los jóvenes. En su investigación evidencia que la atención a este colectivo por parte del Estado mexicano es buena en emergencias y muy desatendida en términos de integración a largo plazo. Frente a esta carencia de protección gubernamental, las y los NNJ recurren a estrategias de resiliencia para crear su propia protección social, desde el apoyo de familiares y amigos en México y en EE. UU. hasta la protección informal de organismos como Dream in Mexico, que apoya en cuestiones desde salud mental como ansiedad y depresión hasta barreras culturales e identitarias.
Este ha sido el ámbito de mayor producción académica con respecto al retorno e integración de NNJ. Es posible ubicar por lo menos tres núcleos de investigación que se han dedicado desde hace varios años a analizar esta dimensión en México: Víctor Zúñiga y sus colegas, especialmente desde Nuevo León, además de varios estados de México y algunos de EE. UU.; en el norte y noreste, los grupos liderados por Gloria Valdéz y Érika Montoya, especialmente Sonora y Sinaloa, respectivamente; y Silvia Giorguli, Colette Despagne y Mónica Jacobo en el centro del país. De manera más reciente, Marta Rodríguez-Cruz desde la experiencia en Oaxaca. Los análisis al respecto de esta categoría poblacional se han hecho desde múltiples disciplinas. Siguiendo a Valdéz et al. (2018), “su finalidad es exponer la situación que representa -tanto para el Estado, las instituciones educativas y la familia que regresa- la llegada de niños y niñas con experiencia educativa en otro país” (p. 4).
Es por medio de la institución escolar que se ha buscado que los individuos formen parte de sociedades (mono)nacionales y locales, “hacer que las nuevas generaciones se integren al cuerpo político” (Zúñiga & Carrillo, 2020, p. 665), donde la lengua es uno de los elementos más visibles para conseguirlo: un medio y un fin; esto hace de la escuela la institución mediadora y de asimilación más importante para NNJ en general y migrantes en particular (Zúñiga & Giorguli, 2020). La relación con la institución escolar es ambivalente, porque es el espacio integrador por excelencia, pero no existe un proyecto de escuela intercultural, lo que deriva en conflictos. Las y los profesores tienen un papel fundamental para la mediación, pero la mayoría de las veces actúan a partir de la experiencia, es decir, sin preparación formal de la institución (Franco, 2012).
La (re)inserción escolar en México resulta compleja porque se ha combinado con otras formas de ver el mundo, interpretarse y representarse dentro de un universo simbólico. A este proceso de “aniquilación” de los aprendizajes que no forman parte de lo que se espera de un ciudadano en un país, es a lo que Valenzuela se ha referido con escolaridad sustractiva, experiencia por la que transitarían por lo menos dos veces las y los alumnos retornados mexicanos, tanto en EE. UU. como en México (Woo & Meza, 2022). En el retorno, la escuela representa un papel fundamental en la socialización, no únicamente de NNJ, sino también en el involucramiento social de sus familias, pues recae “la responsabilidad de resolver las dificultades y problemas que enfrentan para que los hijos puedan ser aceptados en las escuelas” ( Woo & Ortiz, 2019, p. 215), las que buscan la información, la revalidación de estudios previos y que se enfrentan con la burocracia institucional.
Para Zúñiga (2012), la generación 1.5 es la que enfrenta mayores dificultades para (re)integrarse a la nueva forma de vida en México, en virtud de haber dejado amigos, un estilo de vida y un ambiente más arraigado que los que pasaron un menor tiempo relativo (Gmelch, 1980). A pesar de que muchos hablen y comprendan el español, como bien reflexionan Zúñiga (2013) y Hernández y Zúñiga (2016), esta capacidad no se traduce automáticamente en habilidad lectoescritora del español académico que se utiliza en las escuelas, que es intelectualmente desafiante y con contexto reducido; es decir, no hay muchos recursos en el ambiente que ayuden a su comprensión, como sucede con el lenguaje del hogar, que se apoya en elementos corporales, la presencia de objetos y la expresión facial (Tacelosky, 2021). El déficit lingüístico por lo general ha sido incomprendido e ignorado por el sistema escolar mexicano, colocándolos en desventaja académica en el proceso de aprendizaje y haciéndolos sentir tontos (Panait & Zúñiga, 2016), convencidos de que realmente no saben español (Zúñiga & Giorguli, 2020); además de blanco de humillación por parte de profesores y compañeros no migrantes en ambos lados de la frontera (López, 2017), propiciando la exclusión educativa y social (Jacobo, 2017), que por otro lado puede repercutir en una evaluación negativa de sus aprendizajes escolares (Jacobo, 2017). Como afirma Blommaert: las diferencias en la utilización del lenguaje, rápida y sistémicamente, se traducen en inequidades entre los hablantes, en el valor social de las personas (en Despagne, 2019, p. 3; traducción propia).
Derivado del pacto de federalismo educativo, “la entidad asume el compromiso de atender los diversos niveles de la educación básica a los infantes y adolescentes en condición migratoria” (Loya, 2017, p. 205), lo que se traduce en criterios y procedimientos que no están homologados a nivel subnacional (Jacobo, 2017). La ceguera institucional no ha sido de la misma intensidad en todas las escuelas del territorio mexicano; algunas entidades, sobre todo fronterizas, muestran mucha más sensibilidad al tema, porque han lidiado desde antes con esta clase de trayectorias escolares a raíz de migraciones estacionales, temporales y/o circulares. Como bien menciona Rodríguez-Cruz (2022a), tendríamos que partir “del reconocimiento de que la mayor barrera es la falta de una política pública educativa específica dirigida a la (re)inserción socio-escolar de la niñez migrante” (p. 149); es decir, barreras administrativas, pedagógicas, sociales, culturales y lingüísticas que estarían actuando de manera concatenada. Lo que ha sido general en los estudios de caso sobre las condiciones de la (re)inserción en el ámbito educativo de NNJ migrantes es la constatación de las dificultades, trabas y falta de preparación pedagógica para enfrentar esta situación (Woo & Ortiz, 2019). Condiciones que podemos dividir analíticamente en dos dimensiones que se profundizarán en la siguiente sección:
Problemáticas sobre acceso: trabas a partir de los procesos institucionales y burocráticos de las escuelas, producto de mala información, falta de orientación y carencia de recursos. Como resultado, no pueden incorporarse de manera formal, sino como oyentes, a quienes no se les puede otorgar boleta de calificaciones o comprobantes de estudios.
Dificultades que surgen dentro del aula: en particular sobre los procesos de aprendizaje y socialización con pares y docentes, donde resalta el idioma como principal barrera.
Se discuten los sinuosos caminos por los que transitan las familias para lograr la inscripción escolar básica en un sistema que homogeniza las trayectorias sin crear categorías especiales, además de las dificultades económicas asociadas (Camacho & Vargas, 2017; Salazar, 2012; Vargas & Camacho, 2019). Por ejemplo: la obtención de la apostilla, la solicitud de traducciones al español de documentos, el proceso de obtención de la partida de nacimiento (por lo general indispensable para la inscripción a la escuela), la carencia de la Clave Única de Registro de Población (curp), necesaria para la inscripción al bachillerato (Jacobo & Espinosa, 2017), y que a veces también se requiere en las secundarias (Jacobo, 2017). Además de prepotencia, desinformación y discrecionalidad de funcionarios y directores de escuela, proceso que los coloca en posiciones de mayor vulnerabilidad (Woo & Ortiz, 2019) desde antes de empezar con los procesos de aprendizaje.
No existe un examen de diagnóstico específico diseñado para ubicarles en el grado correspondiente, provocando repetición de años escolares, lo que acarrea distintas consecuencias a nivel emocional y psicológico. El personal de las escuelas suele justificar este tipo de decisiones “argumentando que los niños están ‘rezagados’ (no poseen los conocimientos requeridos para el grado o no han adquirido las competencias exigidas según el grado escolar)”. Sin embargo, “ellos experimentarán esa decisión no como una medida que les permitirá tener más éxito escolar, sino como un mensaje institucional que invalida lo que han aprendido previamente” (Zúñiga & Giorguli, 2020, p. 199). Los problemas no se acaban si la persona ya terminó cierto grado escolar, porque el reconocimiento de los certificados obtenidos en el extranjero, en aras de revalidación, suele ser complicado.
Las dificultades y confusiones asociadas a la apostilla de documentos son trabas administrativas recurrentes. En contextos de deportación o de situación de residencia indocumentada en EE. UU., resultará muy difícil realizar dicha validación. Apenas en el 2015, “a partir del activismo de organizaciones de la sociedad civil, académicos y jóvenes retornados en México” (Jacobo, 2017, p.1), la sep eliminó el requisito de la apostilla para la inscripción, regularización y certificación en la educación básica (Hernández & Zúñiga, 2016), por considerar que obstaculizaba el acceso formal al derecho de una educación de calidad en condiciones de equidad consagrado por la Constitución y la Ley General de Educación, es decir, reconociendo la desigualdad de condiciones y procurando disminuir la brecha (Loya, 2017). Sin embargo, se siguen reportando casos de rechazo debido a la carencia de la apostilla, lo que denota una falta de coordinación y homologación de criterios a nivel subnacional para cumplir con el mandato federal (Jacobo, 2017; Zúñiga & Carillo, 2020).
En términos de responsabilidad, no solamente tiene que ver con el ámbito estructural de procedimientos y protocolos, también compete a los distintos operadores, siendo los directores los más importantes en este nivel, como bien reflexionan Valdéz et al. (2018) o Zúñiga y Carrillo (2020). En ambas investigaciones se evidencia la visión limitada de las particularidades de experiencia de este colectivo, al individualizar la responsabilidad de la carencia de los documentos solicitados a padres y alumnos por casos de abandono escolar o mal desempeño escolar. Además de aludir a un estricto apego a la ley y los procedimientos administrativos para justificar la exclusión (Zúñiga & Carrillo, 2020). En este mismo sentido, Valdéz et al. (2018) muestran la nula capacitación del personal para atender necesidades específicas, carencia de parámetros, protocolos institucionales, que se traducen en requisitos más bien discrecionales a partir de la experiencia del director o directora en turno. Empezando por el desconocimiento de definiciones precisas y documentos para identificarlos (como el “documento de transferencia”) y una ambigüedad entre los mecanismos de registro e identificación oficiales, que subestiman las cifras reales (como en el caso de una migración interna previa, que invisibiliza la internacional). En términos generales, se evidencia una tendencia a homogenizar a la población, sin ejercer las medidas compensatorias necesarias, empezando por la heterogeneidad en los instrumentos utilizados para la evaluación de sus conocimientos previos (enfocado a la perspectiva de la trayectoria “normal” de la educación mexicana). Estos filtros institucionales obstaculizan o impiden el acceso, ignorando su trayectoria escolar.
Por otro lado, las investigaciones de Camacho y Vargas (2017; 2019) encuentran que la experiencia escolar está mediada por el factor del capital económico-material de sus grupos familiares, que se relaciona estrechamente con el contexto de origen y destino migratorio, el capital social al que se tiene acceso, así como la preparación para el retorno (siguiendo a Cassarino, 2004). Es decir, una familia con mayores recursos podrá contar con mayores posibilidades para incorporar a sus hijos a escuelas que se encuentren más preparadas para los escenarios de aprendizaje binacionales y dispondrán de mayor tiempo para lidiar con los trámites burocráticos y solventar la enseñanza del español, lo que repercutirá en menores porcentajes de abandono escolar y un mayor aprovechamiento.
Un ámbito mucho menos estudiado es el de la educación universitaria. Quienes pretenden ingresar a escuelas públicas mexicanas, generalmente con sobredemanda, enfrentan retos particulares. Por ejemplo, el examen de ingreso evalúa meticulosamente el capital cultural de aspirantes bajo los estándares de la trayectoria esperada tras haber cursado todos los grados en el sistema educativo mexicano (Cortez y Hamann, 2014), sin considerar los posibles “fondos de conocimientos” acumulados a partir de la experiencia migratoria: resiliencia, autoconocimiento identitario, reconocimiento de la diversidad, valoración de oportunidades (Montoya et al., 2020). Para conseguir la admisión se requieren conocimientos en matemáticas, español, ciencias sociales y humanidades, además de habilidades orales y cuantitativas; y no hay un puntaje mínimo para ser aceptado, sino que se analiza el desempeño individual con relación al programa específico al que se aplica. El proceso, además de no garantizar la entrada, deberá ser presencial, lo que implica el desplazamiento al lugar físico de la universidad (Galván, 2017). Galván (2017) documentó casos de retornados aspirantes a escuelas públicas en donde el tiempo de espera para realizar el examen superó los dos años, tiempo que tardaron las universidades (cada una tiene sus propios procesos) para revalidación de sus estudios previos.
Parte de la ceguera ante las necesidades de este colectivo tiene que ver con las similitudes que comparten con sus pares no migrantes: apariencia física, cierta familiaridad con el español, apellidos comunes en México o las localidades donde residen (es decir, no en algún barrio de retornados identificable), aunado a la carencia de procesos formales que sensibilicen y familiaricen sobre el fenómeno migratorio y las necesidades particulares en el retorno (Rodríguez-Cruz, 2022a). Estudios pioneros de Hamann et al. (2006), Zúñiga y Hamann (2006) y Zúñiga et al. (2008) ya apuntaban a la incapacidad del sistema educativo mexicano para recibir NNJ con trayectorias y experiencias escolares totalmente extranjeras, transnacionales, circulares transnacionales o binacionales, debido a que “está diseñado para alumnos que no migran a EE.UU., que no han nacido en ese país, que no tienen a sus padres viviendo y trabajando allá” (Zúñiga, 2013, p. 10). La política pública, educativa en todo caso, se enfoca a la competencia oral en español de los NNJ indígenas (Panait & Zúñiga, 2016).
En términos de desempeño escolar, es importante considerar el capital cultural, porque parte de lo que sucede en las aulas dependerá de ese bagaje. Parafraseando a Vázquez (2019), se han descrito las barreras de acceso y las problemáticas cotidianas, pero hacen falta reflexiones en cuanto a los mecanismos productores y reproductores del capital cultural, donde las familias y la institución mantienen una dinámica de retroalimentación y reproducción de las desigualdades sociales. En este sentido, Vázquez (2019) propone un análisis en tres dimensiones: incorporado a partir del hogar, objetivado e institucionalizado, encontrando que la experiencia migratoria los diferencia respecto a sus pares no migrantes. Por ejemplo, mediante la adquisición de disciplina en actividades cotidianas, el ocio o uso del tiempo libre que se convierte en habilidad (p. 68).
En términos de experiencias de (re)inserción escolar, contamos con algunos estudios de caso en entidades subnacionales. Por términos de espacio, mencionaré algunos de los más recientes. A partir del estudio del caso en regiones de alta expulsión migratoria en Oaxaca, uno de los estados con mayor diversidad étnica y lingüística, y con la mayor presencia de deportados entre 2017-2020 (2021, p. 3), Rodríguez-Cruz (2021, 2022a) analiza la medida en que se garantiza el derecho a la educación básica de calidad de población NNJ retornada de 8-14 años. El grupo que estudia es interesante porque incluye una minoría de personas que se adscribe a alguna minoría indígena (zapotecos, mixtecos y triquis), y las escuelas a las que asisten (sólo disponen del nivel de primaria) no ofertan educación intercultural bilingüe. Encuentra evidencias de dos formas principales de vulneración del derecho a la educación, que tienen que ver con la ausencia de programas de instrucción de la lengua de enseñanza y comunicación (español) y el currículum escolar: no se comprenden las indicaciones del docente o lo que se lee no se puede escribir, por lo tanto, no se pueden realizar las tareas (sobre todo contenidos de estudio mononacional: Historia, Geografía y Ciencias Sociales); además de que limita la capacidad de comunicación que rige los códigos sociales (sociolingüística). Esta situación propicia “una suerte de analfabetismo funcional” (2022b, p. 153). La falta de protocolos de las escuelas para abordar estas situaciones produce acciones desarticuladas que pueden caer en contrasentidos. Por ejemplo, en vez de enseñar español, una escuela puso en marcha un programa de recuperación del mixteco (de manera marginal y no transversal al currículo), aunque no es una escuela inscrita en el sistema de educación intercultural bilingüe, lo que favorece a las personas que llegan hablando mixteco, pero dificulta mucho a los que no lo hacen, que son la mayoría. Estas condiciones obstaculizan la construcción de capital social escolar, lo que limita las redes para la inserción social fuera del contexto de la escuela.
El idioma es una problemática recurrente en la inserción escolar de estos colectivos. Al respecto, Loya (2017) encontró que, de su muestra en Chihuahua, únicamente 20% de los profesores dominan el inglés, en tanto que el 27.69% de los estudiantes binacionales sólo hablan este idioma. En este mismo sentido, pero en los casos de extrema movilidad, como la que se realiza año tras año de manera circular-estacional, asociada a los periodos de cosecha en EE. UU., Panait y Zúñiga (2016) estudiaron las complejas y profundas fracturas lingüísticas (que no se pueden llamar simples transiciones) en localidades de Nuevo León, en el sentido de que no son dos idiomas (inglés y español) sino cuatro: el inglés y español oral y el inglés y español escrito; que involucran distintas habilidades y retos porque no hay una conexión “natural” entre el lenguaje hablado y escrito.
De esta manera, el colectivo de NNJ provenientes de EE. UU. no se considera en los planes y programas educativos en México, ni se cuenta con materiales especiales que apoyen su (re)inserción escolar (Zúñiga, 2013), no se aprovecha el previo currículum académico y de habilidades (Gándara, 2016), no se contempla la capacitación de los maestros para estos escenarios (ver Zúñiga, 2013; Sánchez & Hamann, 2016), empezando por que únicamente entre el 10% y 15% de los maestros a nivel nacional posee un nivel de inglés que le permita interactuar con estudiantes bilingües y biculturales, y la mayoría de ellos se encuentran en las escuelas privadas, que son accesibles aproximadamente al 40% de la población (Gándara, 2016). Salas et al. (2021) incluso documentaron la falta de preparación en el idioma de docentes de inglés en educación básica en Zacatecas.
En este sentido es que se pregunta Loya (2017): “¿de qué forma se pretende brindar un servicio de calidad en términos de las posibilidades de generar la apropiación de conocimiento de los estudiantes, si ni siquiera existe la posibilidad de comunicarse de manera efectiva con ellos?” (p. 210). Lograr una buena comunicación constituye un elemento básico para desarrollar competencias y aprendizajes. Por otro lado, no se facilita ni se dimensiona la complejidad de transiciones y rupturas lingüísticas y de alfabetización inglés-español, sobre las que reflexionaban Panait y Zúñiga (2016); y ni qué decir cuando a todo lo descrito anteriormente le sumamos discapacidades de aprendizaje, como en casos de dislexia que dificulta la lectocomprensión en ambos idiomas (Román et al., 2016).
Sin embargo, como advierte Gándara (2016), estas carencias no sólo se presentan dentro del sistema educativo mexicano, sino que suceden también en las escuelas estadounidenses, por lo que habrá que considerar que provienen de procesos de exclusión y marginación escolar previos, lo que refuerza las experiencias negativas de aprendizaje. Las consecuencias de este ciclo de cegueras institucionales transnacionales frente a la incorporación de estudiantes con trayectorias binacionales “resulta en la pérdida de créditos escolares, la mala preparación académica y en el abandono de los estudios, lo que conduce a muy limitadas oportunidades de empleo y al desperdicio de talento humano” (Gándara, 2016, p. 357). Esta desatención propicia contextos adversos que finalmente tendrán repercusiones poco favorables en los procesos de aprendizaje (París et al., 2019), de socialización y de transición a la vida adulta.
De no capacitar y sensibilizar a los docentes, que son quienes mantienen relaciones cotidianas con las y los estudiantes migrantes y reportan su rendimiento, en términos de identificar y apreciar la singularidad de este colectivo (Zúñiga & Giorguli, 2020), especialmente cuando el contexto del retorno es estigmatizante, se puede caer en lo que Rodríguez-Cruz (2022b) documentó en escuelas públicas de Oaxaca, desde el nivel básico hasta el medio superior: la patologización de las diferencias. Sean de conducta (agresiones verbales y físicas hacia los pares), emocionales (aislamiento, distracción, añoranza, tristeza) o lingüísticas (problemas del habla y escucha, lentitud, bajas capacidades y dislexia), que se catalogan de esta manera a partir de una “interpretación simplista de la realidad migratoria que obvia la complejidad del fenómeno en nnya que integran familias separadas por la deportación” (p. 277). Es decir, el que estas personas muestren conductas alteradas o distintas a lo que marcan los códigos de “normalidad” y sociabilidad no es un indicativo de que sufran una enfermedad mental, sino que sus actitudes son esperables debido a que transitan complejos procesos de duelos. Desde esta mirada, el enfoque debe dejar de centrarse en el que aprende, para analizar a quien(es) enseña(n), desde profesores hasta instituciones.
Despagne (2019) argumenta que no se consideran mexicanos “reales” por la ideología mestiza de la construcción nacional, que está fuertemente vinculada con el español, el color de piel morena y el antagonismo histórico con EE. UU. Desde este imaginario, conjugado con la influencia de la ideología europea como modelo civilizatorio, su condición resulta contradictoria: a pesar de que en México se promueve el inglés para formar un currículo global y está asociado con la movilidad ocupacional, hablar inglés y ser blanco significa ser extranjero y sentirse superior (p. 9), lo que genera antipatía de los pares. En este contexto, se observa renuencia a hablar en inglés en público para cumplir con las expectativas de mexicanidad, mientras que en privado resisten con el objetivo de mantener no sólo el idioma, sino su identidad estadounidense.
A partir de la revisión de la literatura especializada en los últimos años sobre los retos que enfrenta el colectivo de NNJ retornados, reafirmamos lo que apunta Vila-Freyer (2021): es necesario desarrollar una agenda de investigación con enfoque en sus experiencias. El ámbito escolar, sobre todo de educación básica, es el que mayor atención relativa ha recibido por parte de la academia, dejando desatendidas dimensiones como la identidad (Mateos, 2017; Vilches et al., 2022), salud (Bautista & Terán, 2022; Tse, 2020), participación política (Ortiz, 2018; 2019) o empleo (Huelde & Ibarra, 2019). Este documento abona a esta reflexión al incorporar en un mismo análisis la comparación de trayectorias migratorias de distintas generaciones de retorno, en términos de barreras de acceso y ejercicio de derechos como la identidad, salud y educación.
En términos generales, podemos constatar que este colectivo experimenta de forma diferenciada los procesos de retorno y (re)inserción en México, dependiendo de la “constelación” particular de elementos estructurales, relacionales e individuales de cada caso; lo que sí es común es que, en el camino hacia la plena reintegración social, enfrentan dificultades para las que no estaban preparados, pues “los recursos (sociales, simbólicos, materiales, culturales, educativos) con los que cuentan () son, casi siempre, insuficientes” (Hirai & Sandoval, 2016, pág. 297).
La realidad es que no se conoce con certeza la magnitud de la presencia de este grupo poblacional en las escuelas mexicanas a nivel nacional y su concentración subnacional (Zúñiga & Giorguli, 2020), elemento indispensable para encaminar políticas públicas educativas interculturales que se apoyen en la riqueza de la diversidad para la construcción del aprendizaje y dedicadas a atender las necesidades específicas, empezando por la instrucción del español (García & Burgueño, 2017; Vargas & Camacho, 2019; Woo & Ortiz, 2019), y que los profesores sean capaces de reconocer y recuperar todo tipo de aprendizajes y competencias, obtenidas a partir de la experiencia migratoria (Montoya et al., 2020; Zúñiga, 2008; Zúñiga & Giorguli, 2020; Zúñiga & Román, 2022), empezando por mejorar su nivel de inglés y de conocimiento del sistema escolar estadounidense. Como lo apuntan distintas investigaciones presentadas, reconocemos que el papel de las y los profesores es crucial. Siguiendo a Sánchez y Hamann (2016), se encuentran en una posición de bisagra, siendo el punto de contacto entre la escuela como institución estatal y nacional, por lo que pueden ser una fuente de retroalimentación importante para facilitar los procesos de adaptación e integración de este colectivo.
Para fines analíticos, se agruparon las problemáticas más frecuentes en la literatura de la dimensión escolar en dos grandes categorías: acceso y desempeño. En ambas se evidencian relaciones discriminatorias, que van desde el personal administrativo y académico hasta los pares no migrantes. En términos de acceso, dadas las dificultades contextuales que experimentan NNJ al retorno, no es suficiente el reconocimiento de ciudadanía y nacionalidad mexicana, sino que es necesario diseñar mecanismos que promuevan la justicia social y el ejercicio de derechos con criterios homologados. Se ha documentado ampliamente que las dificultades con el español son una problemática común que dificulta no solo el desempeño escolar, sino el capital social y relacional. Proceso que, como apunta Jacobo (2017), tendrá mayores desafíos lingüísticos e identitarios cuando existe otra lengua indígena que media en el proceso de aprendizaje. Hasta ahora existen muy pocos estudios que consideren dicha intersección. Por otro lado, cabe mencionar que existe otro grupo de alumnos nacidos en Estados Unidos que nunca han vivido en ese país y cuya trayectoria educativa se ha realizado por completo en México, quienes no enfrentarán los mismos retos lingüísticos y pedagógicos, pero comparten las barreras administrativas para acreditar su identidad y tener acceso a la escuela en México (Despagne & Jacobo, 2016).
Más allá de los términos lingüísticos, coincidimos con Zúñiga y Giorguli (2020) y Carrillo y Román (2021): la gran mayoría de las investigaciones se han enfocado en analizar entornos urbanos, y no es que no sea importante hacerlo, pero hay que tener en cuenta que los destinos predominantes que concentran la mayor concentración de estos flujos son en zonas rurales. Este tema cobra especial relevancia en la coyuntura política estadounidense actual, con Trump amenazando con deportaciones históricas.
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[1] Ambas construcciones socioculturales a partir de configuraciones de tiempo y espacio, que involucran procesos biológicos, sociales y culturales. Por lo tanto, distan de homogeneidad. Sin embargo, una importante característica es la reafirmación de la diferencia con el otro, el adulto (Ramírez et al., 2009; Zavala & Sánchez, 2011).
[2] Gran parte de la literatura especializada se enfoca en la generación 1.5 en términos de Rumbaut, ya sea desde una perspectiva generacional o integrando al análisis la variable de edad. En adelante utilizaremos el mismo término.
[3] Política decretada en 2012 y ampliada en 2014 por el presidente Obama, que ampara de la deportación de manera temporal (con opción de renovación cada dos años), autoriza la obtención de un número de seguridad social y licencia de manejo a los jóvenes que (entre otros requisitos, como la carencia de antecedentes criminales) pueden comprobar que llegaron de manera indocumentada siendo menores de 16 años antes del 15 de junio de 2007 a Estados Unidos (en 2014 la fecha de referencia se establece en 1 de enero de 2010), conocidos como Dreamers. Trump canceló esta iniciativa en el 2017, pero gracias a importantes movilizaciones sociales se logró colar el tema en la agenda política (Ortiz, 2018) y restaurarla parcialmente (únicamente en términos de renovaciones) desde abril de 2018.